Nadie puede poner un pie fuera de su casa después de las 20. Las escuelas están cerradas por dos semanas, las actividades comerciales agonizan, la inflación no da tregua, los casos de coronavirus se siguen propagando dramáticamente, los testeos brillan por su ausencia, hay muy pocas vacunas… Pero la pelota no se detiene. Absurdos de un país que tiene las prioridades confundidas.
«A nosotros el fútbol nos encanta. Lo único que me permitió distraerme un poco más en estos días de encierro que tuve que pasar fue ver a Argentinos Juniors. Aunque no me dio muchas satisfacciones porque fueron dos partidos 0-0 y no lo disfruté. Pero sé que para todos los argentinos el fútbol es un momento de esparcimiento muy importante y es una satisfacción. Pero tenemos que actuar con mucho cuidado».
El presidente Alberto Fernández pronunció esas palabras para explicar por qué el fútbol no para en una Argentina que está en pausa.
Ese mensaje terminó siendo decisivo para que ayer se anunciara que los partidos correspondientes a la Copa Libertadores en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA) se jugarán después de las 20 como si la vida en esa región del país fuera la de siempre.
La Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol) dispuso que no es posible modificar los horarios de los encuentros coperos por las exigencias de las empresas televisivas. Gran parte de la fortuna que perciben los equipos participantes proviene de la pantalla chica. Entonces, ese sagrado negocio no se toca.
Se intentó trasladar la sede de los cotejos a ciudades fuera del AMBA, pero esa solución quedó desestimada. Así surgió la idea del Gobierno argentino de hacerle un guiño al fútbol. Se trata, lamentablemente, de un gesto que no tuvo con otras actividades mucho más importantes para el desarrollo de una nación que un deporte que mueve cantidades obscenas de dinero.
Las escuelas están cerradas por dos semanas pese a que está comprobado que las clases presenciales no son un foco de contagio. Los locales gastronómicos agonizan por disposiciones que les impiden trabajar con algún dejo de normalidad en medio del caos que provoca el temible Covid-19. Las fuerzas de seguridad hacen bajar de un colectivo a una mujer y sus hijos porque osaron viajar en transporte público después de las 20…
Resulta que en el fútbol los contagios de coronavirus se multiplican severamente, que los jugadores no están obligados a aislarse cuando regresan del exterior y hasta van a recibir de la Conmebol vacunas de Sinovac.
Aunque parezca mentira el fútbol logra lo que los Estados nacionales no consiguen. Sí, las vacunas son un bien escaso, pero, a cambio de camisetas firmadas por Lionel Messi y otras figuras, Conmebol demostró que la pelota puede más que un gobierno.
Muchas actividades sufren el azote de la pandemia con una ferocidad incalculable. Están con las persianas bajas desde marzo de 2020. La ayuda del Estado no fue suficiente para evitar el colapso. Tampoco colabora una economía jaqueada por la galopante inflación. Pero el más popular de los deportes jamás pierde.
El pavoroso anuncio de la cantidad de casos diarios causa preocupación. Incluso en los equipos con alta contagiosidad, los partidos se siguen disputando como si nada. El espectáculo debe continuar.
Mientras tanto, las vacunas llegan a cuentagotas y no se hacen los testeos necesarios para tener un diagnóstico adecuado de la situación real del coronavirus en el país. Es cierto, la actitud ante el Covid-19 se relajó por el hartazgo, la irresponsabilidad social y la desesperación por la subsistencia.
Este panorama fue decisivo para que las restricciones se hicieran más severas. Porque al Presidente no le tiembla el pulso para cerrar escuelas, limitar la actividad comercial y la circulación y hasta arremeter contra el sistema de salud porque destinó parte de sus inmensos esfuerzos a algo más que la pandemia… No pasó lo mismo con el fútbol. Fue una salvaje demostración de que la única que le gana por goleada al coronavirus es la pelota.