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¿A qué juega el periodismo deportivo?

La inminencia del duelo Boca-River por la Copa de la Liga Profesional pudo haber sido el escenario ideal para palpitar un clásico decisivo con algo de altura. Sin tanto vuelo rastrero. Pero no. Hoy el periodismo deportivo ha mutado en un oficio bastante curioso en el que se grita de fútbol o, mejor dicho, se grita con la excusa del fútbol pero se habla de cualquier tema que poco o nada tenga que ver con ese deporte.

El juego -porque nunca se debe perder de vista que es un juego- ocupa una porción insignificante en los programas radiales y televisivos. También en las páginas de los medios gráficos y en los sitios web. Quienes arremeten con alma y vida contra molinos de viento intentando mantener en alto el poder de la razón para analizar un partido -abanderados en esta noble cruzada pueden ser Morena Beltrán, Sebastián Domínguez, Fernando Pacini, Miguel Simón o Ariel Senosiain- pierden por goleada ante quienes se escudan en la chicana y en la descalificación personal y profesional para internarse en el lodazal del conventillo que rodea al fútbol.

Una antigua proposición de los medios de comunicación postulaba que no había que hacer periodismo de periodistas. Se trataba de una versión del coloquial “entre bomberos no nos pisemos la manguera”. Pero si todo está en tela de juicio, ¿por qué no sentar en el banquillo de los acusados al periodismo?

Quizás por la popularidad de la que goza hoy en día, la versión televisiva de la profesión ofrece ejemplos más palpables de esta situación. Basta con recorrer la amplia gama de programas que ofrece la pantalla chica para hacerse una idea general del contexto. Al fin de cuentas, son todos más o menos iguales. El recurso común es que el periodista se transformó en la figura. Los textos -zócalos, según el lenguaje televisivo- que aparecen al pie de las pantallas son citas de los conductores o panelistas. Cada uno pronuncia sentencias inapelables que defiende a capa y espada con recursos tales como gritos, carpetazos y desestimaciones sin el más mínimo recato o respeto, actitudes que son moneda corriente en un ambiente de pobreza mayúscula.

Está instalada en la cultura popular la noción de que el periodismo opera. Y no lo hace incrustando el bisturí para llegar al fondo de una cuestión, sino que sólo se persigue la intención de alabar o destruir a un jugador, dirigente, técnico o equipo. Esta práctica se da sin disimulo. Ganó el periodismo partidario. En su peor expresión, por cierto. Todos juegan a ser hinchas de algo o alguien. Y defienden esa posición con uñas y dientes. Y rasguñan y muerden a quienes osen contradecirlos. Si se considera probado que no existe la objetividad pura, no estaría mal, al menos de vez en cuando, ser neutrales y concederse la oportunidad de destacar a otro bando sin que ello signifique arriar las banderas o convertirse en un traidor.

Es verdad que la sociedad está enferma de hinchismo y que cualquier opinión en contra de su equipo/jugador preferido pasa a ser una ofensa imperdonable, pero el periodismo debería mantenerse al margen de esa distorsionada visión de la realidad. El precio de perder la credibilidad o transformarse en un payaso mediático es muy alto.

También se perdió de vista que una tira deportiva no es una reunión de amigos que discuten de fútbol. El cuidado del lenguaje y las formas quedó en el pasado. Para fijar una postura vale todo. No se trata de ser solemne o aburrido, sino de reparar en que es imposible ser periodista utilizando las mismas 50-70 palabras todos los días. Estudiar, observar, pensar, analizar y luego comunicar debería ser un proceso natural. Pero claro, manda el espectáculo y en su nombre rueda la pelota. Después de ese grotesco queda firme una duda inmensa: ¿al final, a qué juegan los periodistas deportivos?