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Vimos jugar a Diego, fuimos muy afortunados

Los futboleros estamos de luto. Tenemos el corazón hecho añicos. La muerte de Diego Armando Maradona es una noticia que nos lastima sin misericordia. Pero pone en otra dimensión el dolor que se siente por la pérdida de un ser querido. Cuando fallecen nuestros padres, por ejemplo, caemos en un vacío en el que parece que el tiempo se detiene. En cambio, ahora, con la partida de Diego sufrimos algo así como el fin de los días felices. Pensar en ese hombre vestido de celeste y blanco con el número 10 en la espalda esquivando ingleses nos remonta a un momento hermoso, único e irrepetible. Se podría decir que fuimos afortunados por haberlo disfrutado tanto. Por eso hoy la tristeza es tan grande.

Tantas veces había conseguido dejar atrás la impiadosa marca de la muerte que en nuestro interior quizás nos mentíamos pensando en que este momento no iba a llegar jamás. Es verdad que su salud estaba muy deteriorada, que su tambaleante caminar y sus dificultades para hablar no permitían alumbrar muchos años más para ese cuerpo de sólo 60 años demasiado castigado por los excesos. Pero si alguien nos enseñó que soñar no cuesta nada, ése era Maradona. Y nos atrevimos, absurdamente, a imaginarlo eterno.

POR SIEMPRE, EL MEJOR

Disfrutamos tanto el arte que brotaba de su íntima unión con la pelota que en nuestra mente surgió la noción de que jamás habrá un jugador mejor que él. Cerramos los ojos y repasamos sin esfuerzo alguno sus gambetas en suelo mexicano para dejar en ridículo a medio equipo inglés antes de depositar la pelota en el fondo del arco de Peter Shilton. Se trata, quizás, de la mejor síntesis del fútbol. Porque Diego es -perdón, era- el fútbol.

EL CAÑO DEL DEBUT.

Esa maravillosa conquista contra los británicos en México ´86 brota naturalmente a la hora de repasar su obra y su legado. Pero antes y después hizo de todo en una cancha. Y todo lo que hizo fue sublime. Desde el caño bautismal que le tiró a Juan Domingo Patricio Cabrera, de Talleres de Córdoba, el día que el técnico Juan Carlos Montes lo hizo debutar en la Primera de Argentinos el 20 de octubre del ´76, apenas diez días antes de cumplir 16 años, hasta su última vez en un campo de juego pasaron muchas cosas. De las buenas y de las malas.

Aquí convendría hacer un alto. Los futboleros, por principios, elegimos hablar de fútbol. No negamos la faceta de la vida de Maradona que estuvo dominada por la droga, los excesos, la polémica relación con sus parejas y su pésimo comportamiento con los numerosos hijos que tuvo. Pero ponemos la mira en el hombre que jugó como ningún otro pudo hacerlo antes ni después. No nos detenemos a juzgarlo fuera de la cancha.

Entonces volvemos al verde césped y evocamos las hazañas que nos regaló con los botines puestos. Siempre dijo que su mejor gol había sido uno que le hizo a Huracán con caño a Jorge Carrascosa incluido. Repasamos los madrugones que nos obligó a pegar en el ´79 cuando se juntó con Ramón Díaz para asombrar a todos en el Mundial Juvenil de Japón. También recordamos los cuatro tantos en un Argentinos 5-Boca 3 que le hizo Hugo Orlando Gatti por haberlo llamado “gordito”. O, ya en sus días con la camiseta azul y oro, cuando desparramó a Ubaldo Matildo Fillol antes de vulnerarlo en una Bombonera que era puro barro. Su título en la Ribera de la mano de Miguel Angel Brindisi…

CAMPEÓN EN BOCA, CON GATTI Y BRINDISI.

También lo vemos presa de la furia metiéndole un planchazo asesino al brasileño Batista en la triste despedida del Mundial de España en 1982, torneo en el que se había despachado con dos goles a Hungría. Nos dolió la patada salvaje del vasco Andoni Goicoechea, del Athletic Bilbao, que le dejó un tobillo hecho añicos cuando jugaba en Barcelona.

Tiempo después empezamos a prestarle atención al Nápoli, un modesto equipo italiano que llevó a la cima con exquisiteces como ese golazo a Juventus con un disparo imposible dentro del área en un tiro libre indirecto que para otro habría sido un problema inmenso y que para él resultó apenas la oportunidad de demostrar que los elegidos se burlan de la lógica.

MÉXICO ´86, SU OBRA Y SU LEGADO

Tratamos con él de zafar de la molesta marca del peruano Luis Reyna en las eliminatorias para México ´86. Aplaudimos ese increíble vuelo en el que fue más alto que el italiano Gaetano Scirea para empatar un partido complicado ya en ese Mundial que lo entronizó por los siglos de los siglos como el más grande. Nos asombramos con La Mano de Dios, esa picardía que hoy ni siquiera el VAR tal vez apreciaría, y nos rendimos a su magia sin par en ese cada vez más hermoso gol a los ingleses.

Si hasta cuando no podía librarse de la persecución del alemán Lothar Mätthaus encontró el resquicio para abrirle camino a Jorge Burruchaga para correr hacia la gloria en el mano a mano con el arquero Harald Schumacher. Diego fue campeón del mundo. Y, de algún modo, todos fuimos campeones del mundo con él.

LOS GOLES A INGLATERRA EN MÉXICO 1986.

Símbolo imperecedero desde entonces y para siempre de la Selección. Su gesta en México lo erigió en el ideal del jugador vestido de celeste y blanco. También cometió una injusticia: después del ´86 exigimos que un hombre de carne y hueso fuera capaz de igualar la obra de Diego. No habrá ninguno igual. Ni siquiera Lionel Messi, inmenso como es, alcanzará su estatura en el equipo nacional.  No tendrá ese liderazgo que lo llevó hasta a pelearse con los italianos cuando puteaban el Himno o a jugar con un tobillo hecho añicos y así y todo tejer la maniobra que derivó en el agónico gol de Claudio Caniggia contra Brasil.

Lloramos con él cuando Mättahus se llevó la Copa que era de Maradona y, por añadidura, un poco nuestra. Nos enojamos con su doping del ´91 que le puso pausa a una carrera increíble por culpa de la droga, un marcador implacable del que nunca pudo escapar, si es que hizo algún esfuerzo por huir de ella.

CUANDO LE CORTARON LAS PIERNAS.

Le abrimos los brazos como salvador cuando el pasaporte a Estados Unidos 1994 estaba en riesgo y él resurgió para rescatar al Seleccionado que orientaba Alfio Basile. Maravilló con ese gol a Grecia en el que nos hizo creer otra vez que la felicidad era posible. Jugó bárbaro contra Nigeria en ese maldito partido que terminó con el doping por la efedrina que le cortó las piernas. Sí, fue su culpa porque el enemigo estaba disfrazado de colaborador suyo, pero jamás pudimos reprochárselo. Sufrimos junto con él. También sentimos que nos faltaban las piernas.

Otra suspensión y un posterior regreso. Porque Diego siempre estaba volviendo, reinventándose, alimentando las esperanzas de que los días felices podían repetirse por el simple hecho de que él estaba en la cancha. Hasta disimulamos sus insignificantes pasos por Mandiyú y Racing como técnico. Así como apareció fugazmente en Sevilla y Newell´s, llegó a Boca. Era otro Diego, más polémico y peleador que jugador. Invitó a Julio César Toresani a encontrarse en Segurola y Habana, la esquina en la que a partir de ese día todos estamos listos para ir a dirimir nuestras diferencias con quien se nos cruce por delante; se enfureció con Javier Castrilli cuando lo expulsó en un controversial 5-1 de Vélez sobre Boca… Hasta se enojó con Nike por la raya blanca que se interpuso en el azul y oro de la camiseta xeneize

CARA A CARA CON JAVIER CASTRILLI.

Se fue del fútbol pasándole la posta a Juan Román Riquelme, un fenómeno al que la número 10 de Boca le quedó tan bien como a Maradona.  Volvió a la Bombonera para despedirse y, de algún modo, buscar la redención con una frase que nos hizo lagrimear a todos: “Yo me equivoqué y pagué. La pelota no se mancha”.

Cuando parecía que ya no tenía lugar en el fútbol, le dieron la oportunidad de comandar la Selección argentina. Diego nunca fue un gran técnico. No le fue mal en el conjunto nacional, más allá de la dura derrota por 4-0 a manos de Alemania que desembocó en la eliminación de Sudáfrica 2010. Se enamoró de muchos jugadores en su gestión, pensando quizás que iba a encontrar en ese plantel de 23 simples seres humanos a una reencarnación del Maradona único e inimitable. Por supuesto no lo consiguió. Le dio por primera vez la cinta de capitán a Messi, en una suerte de transferencia de los atributos albicelestes de mando. Hasta puso a Martín Palermo para que se diera el gusto de hacer un gol en un Mundial…

LOS ÚLTIMOS TIEMPOS EN GIMNASIA.

Miramos con simpatía sus ciclos como DT en Emiratos Arabes Unidos y México. Arribó a un Gimnasia en apuros, ya sin la dimensión de figura indestructible del pasado glorioso. Era un Diego frágil, demasiado frágil. Al menos disfrutó del permanente homenaje que el fútbol argentino le tributó en cada estadio que recorrió el Lobo platense.

Sí, fuimos afortunados. Vimos a Maradona en su esplendor. Los pibes de hoy contemplan extasiados a Messi y al portugués Cristiano Ronaldo. Se ríen de nosotros cuando les decimos que Diego fue mejor que ambos. Ellos no lo vieron esquivar patadas criminales, soportar marcas asfixiantes, elucubrar jugadas imposibles, hacer goles maravillosos, liderar a la Selección a la gloria tan esquiva desde aquel glorioso México ´86 y llevarnos de la mano hacia un paraíso en el que el fútbol adquiría la dimensión de un arte.  Por eso estamos de luto. Lloramos y lloramos mucho.

LA GLORIA EN MÉXICO ´86.