Hoy Vélez es campeón. La felicidad anida en Liniers luego de una consagración tan impactante como contundente. Fue en busca del título con la voracidad de un equipo hambriento de gloria. Eso constituye un mérito enorme. Pero este Fortín que acaba de ganar la Liga Profesional es más que el dueño del título. Es una forma de vivir.
Así lo entendió Valentín Gómez. El pibe se jugó el pellejo para clausurar un intento de Ramón Wanchope Ábila. No le importó el después. Era a todo o nada. Tampoco que en ese momento su equipo ganara 2-0 y tuviera el campeonato al alcance de la mano. No. Este defensor de excelsa calidad puso la cabeza en un lugar en el pudo haberla perdido. Al rato dejó la cancha, empapado por las lágrimas y masticando bronca porque no se resignaba a que lo reemplazaran. Los lujosos guerreros como Valentín no renuncian.
Ese espíritu anida desde siempre en Liniers. Lo insufló Victorio Spinetto, el viejo maestro que fue un vehemente centromedio -el antiguo número 5- en los años 30 y luego condujo a los equipos fortineros durante más de una década. Don Victorio no entendía el fútbol sin luchar con alma y vida por la victoria. El sacrificio no se negociaba en esos tiempos en los que se forjó la identidad de Vélez y tampoco en estos en los que el siglo XXI avanza a una velocidad frenética.
Este equipo de Gustavo Quinteros respeta ese legado. Sí, es verdad, los hinchas de hoy se conmueven más con una sucesión de pases que con una pelota trabada con los dientes apretados. Pero el sacrificio está presente. Lo demostró Valentín Gómez y también el capitán Agustín Bouzat, con pasado en Boca como delantero y que en Vélez es un comodín que juega de lo que haga falta. Ahora como volante central, con ida y vuelta, con garra y determinación. A lo Spinetto. A lo Vélez.
En teoría, la principal función de Braian Romero es hacer goles. Una misión común y corriente para cualquier delantero. Pero en este flamante campeón, el 9 se convirtió en el primer abanderado del sacrificio. Pelea con los defensores rivales, se esfuerza y, aunque no toque la pelota, juega para el equipo. Claro, también introduce la pelota en el arco de enfrente. Lo hizo en 12 ocasiones en la Liga Profesional. Estuvo con la pólvora mojada en las últimas fechas, pero no ahorró nada a la hora de esforzarse.
Romero encarna, además, otra faceta del perfil histórico de Vélez. Es uno de los pocos campeones que no nació en el club. Casi la mitad de los habituales titulares nacieron en las divisiones inferiores. La Fábrica, según la marketinera denominación actual. Los foráneos llegaron para cubrir las vacantes que la línea de producción interna no logró abastecer.
Hacía falta un arquero confiable y llegó Tomás Marchiori; había que apuntalar la defensa con un jugador experimentado y se eligió a Emanuel Mammana, dejado de lado por River… Lo mismo pasó con Elías Gómez para custodiar el costado izquierdo de la retaguardia. Se necesitaba un líder futbolístico, de esos que muestran el camino con su claridad para armar juego, y esa responsabilidad recayó en Claudio Aquino, un talentoso que tocó el cielo en Vélez después de haber volado bajo en varios clubes. Y también apareció Francisco Pizzini para aportar soluciones creativas…
Ninguno desembarcó con el rótulo de figura. La figura es el equipo. Los que no salieron de La Fábrica son, en gran medida, jugadores que otros equipos no buscarían a la hora de agrupar fuerzas. Vélez apeló al ojo clínico. No compró a granel, sino lo que no tenía a mano. Le fue mal cuando se dejó tentar por el poder del dinero, ya que se vio forzado a jugar el campeonato económico, eufemismo para las épocas de vacas flacas y desesperación futbolera.
RESILIENCIA, CONVICCIÓN Y PERSONALIDAD
La capacidad de sobreponerse a situaciones adversas es un atributo vital para un equipo de fútbol. Sí, la famosa resiliencia, una palabra que en la vida diaria se utiliza con llamativa frecuencia. Vélez tuvo esa cualidad. Primero, el año pasado, cuando estaba contra la espada y la pared y gambeteó dramáticamente el descenso. No conviene olvidar que este equipo se vio al borde del abismo hace apenas doce meses.
También exhibió esa cualidad a principios de 2024, cuando perdió la final de la Copa de la Liga a manos de Estudiantes. Y hace pocos días, tras la derrota contra Central Córdoba de Santiago del Estero en la definición de la Copa Argentina. Se requirió madurez y determinación para reaccionar luego de ese último golpe inesperado. Tenía todo en contra. Un desempeño que brindaba más dudas que certezas, una dolorosa caída, la desconfianza de sus hinchas… Pero El Fortín se hizo fuerte en un momento de debilidad y salió adelante.
La resiliencia va de la mano con otras virtudes que las huestes de Quinteros mostraron en estos días: personalidad y convicción. Se pusieron de pie con rapidez, recuperaron sus fuerzas cuando se sentían agotadas y fueron en busca de la victoria con la determinación de quien comprende que la recompensa es tan grande que vale la pena el esfuerzo. Jugaron contra Huracán como lo que era: una final. No lo hicieron del mismo modo El Globo y Talleres, el tercero en discordia.
SENTIDO DE PERTENENCIA
“Cada chico que entra al club es un campeonato ganado”, decía José Amalfitani, el tenaz dirigente que tomó las riendas del club cuando se produjo el descenso de 1940 y Vélez estaba al borde de la desaparición. Y en la institución que él salvó los pibes fueron fundamentales para la conquista de la Liga Profesional.
El mejor ejemplo es Valentín Gómez, un fenómeno que hace del arte de la defensa una manifestación de excelencia. Irradia la misma sensación de lujosa solvencia que caracterizaba a Roberto Ayala cuando apareció en Ferro, a Walter Samuel en sus comienzos en Newell´s y a Nicolás Otamendi, otro producto de La Fábrica. Hasta se repuso de la decepción por una transferencia frustrada y al volver brilló como si nunca se hubiese sentido lejos de Liniers.
Contra Huracán dispuso de una oportunidad Damián Fernández, el pibe de la localidad bonaerense de Mariano Acosta que sepultó las dudas con una sólida actuación y un gol que se antoja un merecido premio. Joaquín García clausuró el flanco derecho y, por si fuera poco, llevó peligro con sus punzantes proyecciones. Christian Ordóñez cortó en el medio con precisión quirúrgica y distribuyó el juego con preciosismo, y se ganó todos los aplausos Thiago Fernández, un atorrante habilidoso que encaró siempre.
Los pibes se sienten en su casa. Hogar dulce hogar el de los Valentín Gómez, los García, los Fernández, los Ordóñez, los hermanos Montoro… El sentido de pertenencia es fuerte en Liniers. Por eso en las plateas estaban los símbolos de los viejos buenos tiempos como Carlos Bianchi, Omar Asad y José Luis Chilavert y un arquero de toda la vida en El Fortín como Julio César Falcioni gritando los goles con lo poco que le quedaba de voz. Y hasta se dio una vuelta Maximiliano Moralez, un hijo adoptivo que fue campeón con la V azulada cubriendo su diminuto cuerpo.
Por eso Chila infló el pecho y arengó a los hinchas en incómodos instantes de tensión: “Nadie nos regaló nada. Hoy más que nunca somos los mejores y necesitamos la ayuda de todos. Vélez tiene que ser campeón”. El histórico exarquero es un pilar de la historia del club y su presencia habla de una identidad a la que es imposible renunciar. Uno por Vélez y todos por Vélez.
EL MEJOR TUVO PREMIO
En el inexplicable hábito de sembrar polémicas por doquier que habita en el público del fútbol -y sobre todo en el periodismo- se instala la controversia sobre si el campeón es el mejor. Este Vélez se ríe de esa cuestión. Fue el protagonismo principal del año. Finalista de la Copa de la Liga y de la Copa Argentina, líder de la tabla anual, campeón de la Liga Profesional… Y, por si fuera poco, su nivel fue superior al de sus competidores.
Para ser el mejor resultó decisiva la labor de Quinteros, un entrenador que arribó sin demasiado crédito. Muchos les reprochaban a los dirigentes no haber retenido a Sebastián Méndez, el DT que mantuvo al equipo en Primera. El nuevo técnico barrió con las dudas y supo encaminar a sus dirigidos cuando habían tocado fondo en la derrota por 5-0 contra River. Desde ese momento, Vélez perdió apenas seis de los 24 partidos que disputó.
Puso en la cancha a los intérpretes más adecuados para un estilo que aunaba seguridad en el fondo, marca y buena distribución en el medio y contundencia arriba. Porque Vélez jugó mejor que el resto y tuvo el premio que merecía. El premio de un equipo que respeta su forma de vivir la vida.