El británico Lewis Hamilton es amo y señor de la Fórmula 1, una categoría cuya estética televisiva ha recreado con un acierto fabuloso a las consolas de juegos. El campeón del mundo se encamina hacia su séptimo título. Está a pocas carreras de alcanzar en cantidad de coronas al alemán Michael Schumacher, quien hasta no hace mucho se intuía inalcanzable. Es más: en Spa- Francorchamps consiguió su 89º triunfo en la categoría y quedó sólo a dos triunfos de Schumi, también dueño de ese récord. Este hombre de 35 años está reescribiendo la historia.
La sociedad Hamilton-Mercedes es invencible. Piloto y escudería han conformado una dupla que no corre más rápido que el resto, sino que dan paseos triunfales en cada autódromo que visita la categoría. En el tradicional circuito belga hasta se dio el lujo de arribar antes que nadie a la bandera a cuadros con los neumáticos en plena agonía. No bien abandonó el habitáculo, el campeón del mundo se subió a la trompa del auto y festejó. Inmediatamente, descendió y dirigió la mirada a la desgastada rueda delantera derecha. Le pasó la mano, sintió en carne propia el apreciable desgaste y con indisimulable asombro entendió que esa masa de caucho pudo haberlo dejado a pie. Quizás en condiciones normales o en otra Fórmula 1 eso podría haber ocurrido. Hoy no.

La transmisión televisiva exponía todos los datos del rendimiento del auto alemán, casi como si el espectador estuviera frente al volante. O a eso que parece un volante o un especial joystick de consola de juegos. El rendimiento de los neumáticos se había reducido al 20%. Su adherencia era mínima. Por eso a Hamilton le costaba controlar su máquina y pedía pasar por boxes. En la F-1 actual los diálogos entre el piloto y la escudería se dan en vivo y en directo. Hasta parece una conversación que sigue un guion perfecto que garantiza una final feliz. Le explicaron al británico que si regulaba el ritmo llegaría primero. Lo hizo.
Detrás avanzaba, con idénticos inconvenientes, su compañero, el finés Valtteri Bottas, un obediente escudero que suele arribar en segundo lugar en la mayoría de las competencias, en otra irrefutable prueba de que Mercedes casi no tiene rivales. Salvo por el éxito del holandés Max Verstappen, con Red Bull en Silverstone, Mercedes siempre ganó en la temporada. Cinco veces lo hizo Hamilton y la restante su compañero.
La Fórmula 1 parece tener apenas dos escuderías de punta, Mercedes y Red Bull. Las demás corren de muy atrás. Literalmente. Hasta la mítica Ferrari se pierde en el medio del pelotón con dos buenos pilotos como el monegasco Charles Leclerc y el cuádruple campeón alemán Sebastian Vettel, que marcha tercero en la lista de más ganadores, junto con el célebre francés Alain Prost. Tampoco es que sobran las estrellas, pues, además de los acaparadores de triunfos de Mercedes y del veloz Verstappen y los descoloridos hombres de Ferrari, tan sólo el otro hombre de Red Bull, el tailandés Alexander Albon, el australiano Daniel Ricciardo (Renault) y el francés Pierre Gasly (Alpha Atauri, filial de Red Bull) asoman como algo más que meros choferes que dan una vuelta tras otra hasta donde los lleve el mayor o menor poderío de sus máquinas. Claro, nadie cuenta con la confiabilidad y potencia de Mercedes y el manejo de Hamilton, el gamer más veloz del mundo.










