Juan Palazzo se pasó la vida respondiendo con picardía futbolera al acusador canto de tribuna que proponía que “¡solo tiran piedras / son los putos de Saavedra!”. Pablo Vázquez consumió años explicándole a su hijo Matías que el amor por los colores no se mide con títulos. El Gordo se fue demasiado pronto por culpa de una enfermedad impiadosa. Pablo hoy se abraza con su pibe con la voz quebrada por la emoción. Allá en el cielo, adonde van los tipos buenos, Juan debe estar sonriendo. Acá en la tierra, los Vázquez festejan y gritan a los cuatro vientos “¡Platense campeón!”. Sí, Platense campeón.
¿Cómo debe estar El Gordo? ¿Cómo hace Pablo para contener las lágrimas? No, no las contiene. Llora y funde su cuerpo con el de Matías. Los momentos de felicidad se viven así, con intensidad, sin imponerse un fingido recato. Y por estas horas, en Platense todo es felicidad. En Vicente López y en Saavedra, los lugares en los que se concentra la pasión teñida de marrón, la alegría anidó como nunca lo había hecho. Es que pensar en la palabra “campeón” unida al nombre del equipo se antojaba imposible. Si El Calamar había nacido para sufrir en su lucha con el descenso…
Porque la historia reciente lo asocia con la silenciosa agonía de hacer cuentas para evitar la pérdida de categoría. Fue así durante gran parte de las décadas del 70 y del 80. Con resultados inesperados, con el promedio haciéndole un guiño cómplice para sobrevivir. Era un fenómeno que, por repetido, hasta les causaba gracia a los imparciales, a aquellos que no vivían esos tiempos con el corazón en la boca y la mente nublada por las múltiples combinaciones que podían salvarlo y, por supuesto, con las que los llevarían a la perdición. Pero hoy todo eso quedó atrás. Muy atrás.
Porque Platense es campeón. Un campeón nacido de la modestia, sin estridencias, con disciplina táctica y con valentía para atreverse a soñar. Sin lujos. Sin grandes lujos, en realidad, porque tampoco es que se abrazó al antifútbol para ganar. Los amarretes pocas veces tienen grandes recompensas. El mérito de este equipo que construyó la dupla Sergio Gómez – Favio Orsi -entronizados como ejemplos de superación- es que siempre fue consciente de sus posibilidades. No apostó lo que no tenía. Nunca intentó aquello que estaba fuera de su alcance.
En el flamante dueño del Torneo Apertura 2025 se distingue con nitidez la convicción para ir al frente en busca de un futuro mejor. A no confundirse: eso no significa ser ciento por ciento ofensivo. Todo en su justa medida. Platense sembró ataques cuando divisó terreno fértil adelante y se cuidó -con inteligencia, con garra- en el momento en el que a la vista solo se distinguía un desierto provocado por la superioridad de los rivales. Eso hicieron las huestes de la dupla: reconocer cuándo debían dar un paso atrás para poder avanzar. A muchos -especialmente a sus víctimas- se les ocurrió tildarlas de amarretas, pero resulta muy cómodo señalar las culpas ajenas sin reparar en lo propio.
En su camino triunfal hacia la gloria Platense dio cuenta de Racing, River y San Lorenzo consecutivamente y siempre como visitante. Solo contra los millonarios necesitó extender la definición hasta los tiros desde el punto penal. Venció a académicos y azulgranas en tiempo reglamentario. Y en la final, finalísima en Santiago del Estero contra Huracán, jugó como se juegan esos partidos y ganó 1-0 con un gol de Guido Mainero. No lo hizo a lo campeón, sino para ser campeón. Como se afrontan los partidos en los que hay mucho en disputa.
Sí, es verdad, no estuvo entre los mejores de la fase regular. Hubo quienes levantaron el dedo acusador para reprocharle que finalizó 13º entre 30 participantes. ¿Qué culpa tiene Platense de que el formato de competición sea un espanto? Salió a la cancha con las reglas que aceptaron todos y evolucionó partido a partido hasta verse en instancias en las que quizás no se habría atrevido a imaginar cuando se dio el puntapié inicial del certamen.
Creció. Se convenció de que podía y persiguió a la gloria cuando la creyó cercana. Lo hizo con muchos menos medios que otros, con futbolistas casi desconocidos para el gran público, con algunos que habían sido desechados por equipos con mayores presupuestos y colección de figuras en sus planteles. En un ámbito en el que las frases hechas dominan la escena como es el fútbol se dice que lo importante es el equipo. Bueno… este Platense es la mejor demostración de la validez de esa idea.
Todos hablan de Ignacio Vázquez, el capitán que le apartó la mirada al árbitro Yael Falcón Pérez, de bochornosa labor en el duelo con River; del mediocampista Fernando Juárez que deja el alma en la mitad de la cancha. Muchos se acuerdan de que Mainero se había destacado en Instituto y de que pasó con más pena que gloria por Vélez o de que el pase del talentoso Vicente Taborda pertenece a un Boca que no lo tenía en sus planes…
Pero hay más… Algunos, como Ignacio Schor, vienen desde la época en las que Platense se debatía en Ascenso. De pronto se descubre que el paraguayo Ronaldo Martínez se hizo en Central Norte de Salta y que Augusto Lotti es el mismo que pasó por Unión, Atlético Tucumán y Lanús. Si hasta está Ignacio Orsini, el refuerzo que alguna vez Juan Román Riquelme pensó como goleador en Boca. Y llama la atención la seguridad del mendocino Juan Pablo Cozzani, el arquero que salió de Unión y tuvo un largo recorrido por San Martín de San Juan y Deportivo Maipú de su provincia… A varios de estos campeones prácticamente no se los conocía.
Todo cambió a partir del triunfo sobre Huracán en el Madre de Ciudades, el estadio al peregrinó una importante cantidad de esos hinchas ilusionados con ver hecho realidad un sueño que nunca se habían atrevido a tener. Los que aman el marrón de su camiseta, esos que hasta hace un tiempo solo se vislumbraban como sobrevivientes, ahora se saben campeones. Como lo debe estar haciendo El Polaco Roberto Goyeneche, símbolo máximo de los simpatizantes calamares. Como debe estar pasando El Gordo Palazzo y como Pablo y Matías lo viven en este instante, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón contento.